Hasta hace relativamente poco tiempo, el término hiperactividad se usaba de forma esporádica para hablar de alguna persona que “no podía parar quieta”. Sin embargo, en los últimos años se ha popularizado el concepto y parece que la mayoría de niños y niñas ahora tienen este diagnóstico.
En muchas ocasiones se confunde la inquietud inherente a la infancia, que va de la mano de la imperiosa necesidad de explorar el mundo y aprender, con un trastorno del neurodesarrollo como es el TDAH. Además, la sobreexposición a las pantallas también interfiere en la capacidad atencional y esto también se considera TDAH.
Aunque se plantea que el trastorno por déficit de atención e hiperactividad es una cuestión puramente neurológica, empiezan a surgir nuevas corrientes de pensamiento en las que se incluyen aspectos emocionales y sociales como aspectos básicos en el desarrollo de esta problemática. A lo largo de este artículo te lo explicamos.
Lo que sabemos —y lo que se ha entendido mal— sobre el TDAH
Históricamente, se ha asociado de forma errónea el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, TDAH, con falta de disciplina, mal comportamiento o falta de voluntad. Es habitual escuchar frases como “si realmente quisiera, se esforzaría más”, “si le interesara, se concentraría” “no atiende porque no quiere”.
Sin duda, este tipo de afirmaciones generan mucha culpa y malestar en las personas. Afortunadamente, desde hace años sabemos que no es una cuestión de “irresponsabilidad”, sino que se trata de un trastorno del neurodesarrollo que afecta aproximadamente al 5% de la población mundial.
El trastorno por déficit de atención e hiperactividad afecta directamente a la capacidad de concentración, pero también a la organización, el control de impulsos y la motivación. Desde un punto de vista neurológico se explica mediante una disfunción cerebral que tiene como consecuencia que sea más difícil filtrar ciertas distracciones o completar tareas poco motivantes.
No obstante, el TDAH va más allá de tener dificultades para concentrarse y tener comportamientos impulsivos. Aunque hay diferentes tipos de TDAH, todos ellos interfieren de forma significativa en la vida de las personas y pueden llegar a desencadenar más dificultades —tanto en el desempeño como relacionales— y patologías.
La raíz emocional de la distracción
En los últimos años están apareciendo nuevas propuestas teóricas en las que se amplía la forma de entender el TDAH. Estos autores consideran que tratarlo como una condición puramente biológica, sin tener en cuenta los aspectos emocionales y relacionales, es un error que nos impide comprenderlo en su totalidad.
En esta línea, se plantea la idea de que el trastorno por déficit de atención e hiperactividad puede tener sus bases en la esfera emocional. Se considera que el TDAH es una estrategia inconsciente para poder sobrevivir en el entorno. En otras palabras, se plantea como una respuesta adaptativa ante situaciones abrumadoras a nivel emocional.
Pero, ¿cómo se llega hasta este punto? Se plantea que la distracción es un mecanismo útil que permite protegerse de la ansiedad, especialmente en entornos impredecibles o emocionalmente dolorosos. La desconexión se entiende como un mecanismo de defensa inicialmente que se acaba convirtiendo en un patrón automático.
El sistema nervioso de los niños acaba interiorizando la evasión y la dispersión mental después de haber tenido que adaptarse en repetidas ocasiones a la interrupción de la conexión con las figuras cuidadoras de las que los niños dependen.
En resumidas cuentas, cuando los niños no reciben la presencia, la sintonía y la seguridad emocional que necesitan, su cerebro adopta la desconexión como estrategia y puede acabar convirtiéndola en un patrón —conocido como TDAH—.
La ciencia lo respalda: genes, ambiente y trauma
Son muchísimas las investigaciones que se han realizado sobre el TDAH. Una de las cosas que se ha demostrado en numerosas ocasiones es que hay un componente genético. Es decir, algunas personas muestran una predisposición genética a desarrollar el trastorno.
No obstante, la predisposición genética no implica que se vaya a tener sí o sí. Gracias a la epigenética—que se encarga de estudiar cómo el ambiente afecta e influye en la expresión de los genes— se conocen más matices. Por ejemplo, entornos en los que hay elevados niveles de estrés de forma persistente, negligencia, violencia doméstica o inseguridad afectiva pueden alterar los circuitos cerebrales que se relacionan con la regulación emocional y cognitiva.
En este sentido, el trauma también es un factor de riesgo para desarrollar TDAH. Las experiencias adversas en la infancia pueden alterar el desarrollo del cerebro y modificar estructuras cerebrales implicadas en las funciones atencionales así como en las emociones. Las consecuencias del trauma pueden expresarse con patrones de funcionamiento muy similares al TDAH.
Tanto es así que se han realizado estudios diversos sobre el tema. Se ha concluido que algunos síntomas que se atribuyen habitualmente al TDAH (como la impulsividad, la dificultad para concentrarse y la hiperactividad) pueden ser manifestaciones del TEPT —trastorno por estrés postraumático— sin diagnosticar.
El TDAH no es pereza ni falta de voluntad
Una de las mayores aportaciones que brinda esta nueva perspectiva es el cambio de narrativa. Con frecuencia, las personas que conviven con el TDAH —bien sean niños o adultos— cargan con juicios y etiquetas relacionadas con la pereza, la desorganización, la falta de voluntad y esfuerzo e incluso la desobediencia.
Sabemos que los cerebros de las personas con TDAH muestran ciertas diferencias en comparación con aquellas que no tienen este diagnóstico. Si aceptamos la idea de que estos cambios han podido producirse como una forma de adaptarse y sobrevivir en un entorno que no podía garantizar la conexión y la seguridad emocional, la perspectiva cambia.
En este sentido, se ve a la persona en la totalidad de su contexto y esto implica que las intervenciones también se adaptan. En lugar de buscar soluciones rápidas y efectivas de forma inmediata —como podría ser únicamente tomar medicación— es interesante plantear una intervención profunda que incluya relaciones significativas, espacios seguros y un entorno educativo comprensivo.
No se trata de descartar lo biológico y todas las intervenciones que se han estado utilizando hasta el momento y han mostrado efectividad en la disminución de los síntomas. Al contrario, se trata de ampliar la mirada, cambiar el juicio por compasión y plantear una intervención basada en la reparación de la herida emocional, teniendo en cuenta a la persona con su historia.
Fuente: Nerea Moreno. (2025, junio 23). Ni distraídos ni perezosos: comprender el TDAH desde la herida emocional. Portal Psicología y Mente. https://psicologiaymente.com/desarrollo/ni-distraidos-ni-perezosos-comprender-el-tdah-desde-la-herida-emocional